El Ajedrez Mágico y la Esfinge de Oro

Fantasy all age range 2000 to 5000 words Spanish

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El mago Magnus, furioso tras una derrota humillante contra su archirrival Zarthus en una partida de ajedrez mágico, recorrió los pasillos de su oscura guarida.
Buscaba una nueva pieza, una criatura exótica que pudiera darle la ventaja necesaria en su próximo encuentro. Sus ojos escudriñaron las polvorientas estanterías, repletas de grimorios y tratados sobre criaturas míticas.
Finalmente, un libro encuadernado en cuero, adornado con una esfinge dorada en la portada, capturó su atención. Hojeó las páginas amarillentas, deteniéndose en los detalles de las historias sobre las esfinges.
Su ambición creció al imaginarlas como piezas de ajedrez, especialmente aquellas de oro, las más valiosas y poderosas.
Magnus conjuró una bola de cristal y enfocó su visión mágica en la región cercana. La esfera se llenó de imágenes borrosas, hasta que dos figuras emergieron claramente: una en San Lorenzo, llamada Sphinx, y otra, Callista, custodiando la Fuente de la Eterna Juventud.
Analizó a ambas, considerando sus poderes y temperamentos. Sphinx, guardiana de San Lorenzo, le pareció la elección ideal. Su lealtad a los acertijos y su imponente presencia la hacían una pieza formidable.
Viajó a San Lorenzo, encontrando a Sphinx en la entrada del pueblo, erguida como una estatua viviente. -Si deseas entrar a San Lorenzo –resonó la voz de Sphinx– debes responder mi acertijo.
Magnus sonrió con frialdad. -No me interesa entrar a San Lorenzo. -Entonces, ¿qué te trae aquí? –preguntó Sphinx, ligeramente confundida.
Antes de que pudiera reaccionar, Magnus levantó su báculo y conjuró un hechizo de petrificación. La magia envolvió a Sphinx, transformándola en una estatua dorada, encogiéndola hasta el tamaño de una pieza de ajedrez.
Magnus observó su creación con una mezcla de sorpresa y satisfacción. No esperaba oro puro, pero su codicia no se quejó. La guardó cuidadosamente y regresó a su guarida.
En su estudio, colocó la estatuilla de Sphinx junto a su colección. Al examinarla de cerca, notó que conservaba la expresión de sorpresa de su transformación. Usó su magia para suavizar sus rasgos y adoptar una postura más acorde a una pieza de ajedrez.
Los días transcurrieron en preparativos. Magnus afinaba su estrategia, anticipando la llegada de Zarthus. Finalmente, el día del encuentro llegó. El aire se cargó de tensión cuando ambos magos se sentaron frente al ajedrez mágico.
La partida fue intensa, un choque de intelectos y magia. Magnus usó a la estatuilla de Sphinx con astucia, guiándola para proteger a sus otras piezas y lanzar ataques decisivos. Al final, la estrategia funcionó. Magnus ganó siete de las diez partidas, una victoria resonante.
Sphinx se convirtió en su pieza favorita. Pero algo inusual comenzó a rondar en su mente. La idea de darle vida a la estatuilla, de escuchar su voz nuevamente, se hizo cada vez más atractiva.
Sin embargo, temía que Sphinx recordara su transformación, su humillación. Primero debía borrar sus recuerdos.
Magnus preparó un complejo hechizo de amnesia. Con un susurro, la magia inundó la estatuilla. Esperó unos instantes, luego recitó el encantamiento de animación. Lentamente, la estatua dorada cobró vida, moviendo sus extremidades, aunque seguía del tamaño de una pieza de ajedrez.
-¿Quién soy? –murmuró Sphinx, desorientada. -¿Dónde estoy? -¿Por qué todo es tan grande?
-Soy Magnus, tu creador –respondió el mago con una sonrisa calculada–. Te he dado vida para que seas mi consejera.
Le contó una historia elaborada sobre cómo la había esculpido, omitiendo cuidadosamente la verdad de su captura y transformación. Sphinx escuchó con atención, asimilando su nueva identidad como una creación mágica.
Magnus inventó que el hechizo de animación solo duraba una hora. Cuando el tiempo se agotó, Sphinx volvió a ser una estatua inanimada. Sin embargo, ahora era consciente, atrapada en su prisión dorada, observando las batallas de ajedrez, las estrategias y los triunfos de su amo.
Paradójicamente, comenzó a disfrutarlo. Aunque no podía moverse por voluntad propia en el tablero, encontraba fascinación en el juego. Cada movimiento, cada ataque, cada victoria era una fuente de extraña satisfacción.
Antes de darle vida cada vez, Magnus acariciaba la estatua en sus partes privadas, lo que a ella le causaba orgasmos intensos y repetidos por cada victoria que tenía y cada que la animaba de nuevo, pidiendo que esto sucediera de nuevo. Los meses pasaron.
El tiempo convirtió este raro hábito en una adicción a ese tipo de tratos antes y despues de ser animada nuevamente.